domingo, 30 de diciembre de 2012

Caballeros del aire

La Primera Guerra Mundial fue un horror sin precedentes en la Historia de la Humanidad hasta ser superada por la Segunda Guerra Mundial. Desde su inicio hasta el armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918, a las 11 de la mañana, fue un conflicto sin sentido en el que millones de combatientes se despedazaban entre sí por un palmo de terreno.

La guerra de trincheras dominó la mayor parte de la contienda en el frente occidental, manteniéndose un equilibrio que ninguno de los dos bandos fue capaz de romper hasta que la entrada en la guerra de los Estados Unidos, con su inmenso potencial humano, económico e industrial, fue demasiado para una exhausta Alemania a la que sus aliados, Austria-Hungría y Turquía, salían demasiado caros de mantener.

Para el recuerdo quedan nombres como Marne, Somme, Verdún o Ypres, todos ellos sinónimo de muerte y destrucción sin sentido. Cifras como el 90% de bajas sufridas por Austria-Hungría (sumando muertos, heridos y desaparecidos) o más del 75% de bajas en Francia o Rusia; más de 60 millones de hombres movilizados con alrededor del 60% de bajas totales, el uso de gases de guerra, la aparición del tanque, globos de observación, el arma aérea...

Y justo aquí quería llegar yo con toda esta introducción. La Primera Guerra Mundial fue el bautismo de fuego de la aviación como arma de guerra. No olvidemos que la primera aeronave, más pesada que el aire, no apareció hasta menos de 10 años antes del inicio de la Gran Guerra. Hasta entonces, únicamente se habían utilizado globos aerostáticos, para observación, y aviones tanto para observación como para el bombardeo (reducido) de posiciones avanzadas.

El arma aérea se convirtió en la antítesis de la guerra de trincheras. Cual modernos caballeros medievales, cientos de jóvenes montaban en frágiles caballos de madera y tela para surcar los cielos en busca de enemigos contra los que combatir. Desde el momento del avistamiento, se acometían hasta que uno de los dos caía. 

Los aviadores estaban envueltos en un halo de heroísmo que los gobernantes utilizaban para mantener alta la moral del pueblo. Lejos del barro, los bombardeos, las trincheras y las mutilaciones, la vida del aviador era casi como idílica. Los combates entre enemigos, casi como una lucha entre caballeros. Y más jóvenes se alistaban en el arma aérea.

Aquí también tenemos nombres para el recuerdo: monturas como Fokker o Sopwith Camel; pilotos como Göring, de infausto recuerdo por sus hazañas posteriores; René Fonck, as de Francia con 75 victorias; Billy Bishop, as canadiense con 75 victorias; Ernst Udet, as alemán con 62 victorias; o Manfred Freiherr von Richthofen, probablemente el aviador de combate más famoso de todos los tiempos y, todavía hoy, una especie de héroe romántico.

Muerto a los 26 años de edad, fue el mayor as, no solo alemán sino de la guerra, con más de 80 victorias en su haber que le valieron la condecoración Pour le Mèrite, más conocida como Blue Max (antes había sido también condecorado con la Cruz de Hierro). Mundialmente conocido por su apodo, el Barón Rojo, debido al color con el que pintaba su aeroplano. Costumbre que fue también adquirida por sus compañeros de escuadrón, el conocido Jasta 11 o por el más colorido nombre de Richthofen´s Flying Circus. 

La imagen que se tiene de Manfred von Richthofen, en un triplano de color rojo surcando el cielo, es cuando menos curiosa. Richthofen apenas voló en triplano (Fokker) consiguiendo la mayor parte de sus victorias pilotando un Albatros. 

Herido en la cabeza en julio de 1917, pasó varios meses hasta volver a pilotar un avión. La leyenda habla entonces de que no se recuperó nunca del todo. Parece cierto que padecía dolores de cabeza, mareos y cambios de humor que pueden achacarse a la lesión. Novelas y películas especulan también con que tenía un presentimiento negro sobre su vida y que por eso combatía con arrojo temerario, como si no hubiera mañana.

Su muerte es discutida, pues no se sabe a ciencia cierta quién lo derribó: un piloto canadiense (Roy Brown) o un soldado de infantería australiano, que le dispararía al pasar el Barón Rojo en vuelo rasante por encima de sus posiciones mientras combatía contra Brown.

Lo que no se discute es que los mismos británicos enterraron a Richthofen con todos los honores, como a un héroe. El mismo epitafio muestra la admiración que tenían por él sus más enconados enemigos: 

Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz. 


domingo, 16 de diciembre de 2012

La traición de Roma

La traición de Roma es el último volumen de la trilogía de Santiago Posteguillo dedicada a Publio Cornelio Escipión, el Africano, vencedor de Zama. 

Y es precisamente tras esa batalla donde empieza este volumen, narrando casi veinte años de historia del amigo Publio, su familia, amigos y rivales. En paralelo se narra la deriva de Aníbal Barca, una vez derrotado en Zama y elegido sufete (cargo similar al cónsul de Roma) de Cartago, la traición de su pueblo y el viaje sin retorno que se ve obligado a realizar.

 

El autor se hace eco de alguna que otra anécdota apócrifa (el encuentro de ambos en Éfeso y su conversación), así como el suicidio una vez que todas las opciones se le habían acabado. 

Tenemos también a personajes conocidos: Cayo Lelio, Plauto, Netikerty, Catón, la familia de Escipión... Pero también nuevos personajes como Antíoco III de Siria y su séquito, Prusias de Bitinia, Eumenes de Pérgamo...

En la narración, destaca la descripción de la batalla de Magnesia en la que el poderío de la siria seleúcida se ve arrollada por los ejércitos de Roma. Batalla narrada con la agilidad a la que Santiago Posteguillo nos tiene acostumbrados. 

Pero también tenemos la acostumbrada retahíla de hechos o descripciones que me cuesta creer, como esa escena en Magnesia en la que Lucio Cornelio Escipión se dirige al combate haciendo un molinete con la espada, como signo distintivo de los Escipiones (esto, lo siento, no me lo creo). O la costumbre a narrar combates singulares de oficiales de alto rango, rodeados de enemigos a los que casi siempre derrotan haciendo alardes esgrimistas fuera del alcance de los demás mortales. 

O también encontramos la contraposición entre el bueno (Escipión) y el malo (Catón). Blanco y negro se enfrentan. Todo lo que hace Escipión tiene una justificación, mientras que Catón es el malo más malo desde el toro que mató a Manolete. Supongo que ni tanto ni tan calvo, pero está claro que todo best-seller necesita esa confrontación, por más que sea estereotipada y poco creíble en su desarrollo. 

La obra es anticlimática, pues termina, como no puede ser de otra forma, con la muerte del héroe (Escipión), con su figura ya difuminada por algún claroscuro, así como la muerte de su imagen especular (Aníbal), figuradamente heroica. Evidentemente, no podemos esperar un relato vibrante de lo que hacen unos ancianos de sesenta años de la Antigüedad Clásica.

El conjunto de la trilogía es decepcionante para lo que esperaba. En muchos foros he visto cómo se ensalza a Santiago Posteguillo como la nueva figura de la narrativa histórica española. No digo que no lo sea (sobre todo si lo comparo con José Luis Corral), pero no es para tanto. Creo que en algunos casos, esas críticas tan grandilocuentes (y muchas veces, interesadas) hacen un flaco favor al autor y a la obra que se supone deben engrandecer. Y son contraproducentes porque crean expectativas que luego no se cumplen. Este es uno de esos casos.

La traición de Roma se lleva un seis. Esperaba algo así y no ha hecho sino confirmarse.

sábado, 8 de diciembre de 2012

La conquista de la longitud

Por mucho que el gran Terry Pratchett se empeñe en demostrar lo contrario, el mundo es redondo. 

Y en esta gran pelota (achatada por los polos para los que estudiamos la EGB), en este esferoide, los seres humanos han tratado de orientarse y viajar.

Al principio, cuando los hombres eran nómadas, tampoco tenía mucha importancia dónde ibas a parar, siempre que hubiera agua, alimentos y refugio por una temporada. Una vez agotados los recursos naturales, a emigrar y a otra cosa (los hombres somos un poco como langostas, pero a gran escala; el problema es que ahora, a escala planetaria, no hay dónde ir cuando acabemos con los recursos que ahora mismo tenemos). 

Luego, el hombre se enfrentó a un nuevo reto: navegar. Pero los inicios tampoco fueron tan complicados. Bastaba con navegar bien pegadito a la costa para saber dónde estabas y, si la cosa se complicaba, acercarse a la playa y hacer un vivac hasta el día siguiente.

Así podríamos seguir, pero llegó un momento en que los hombres tenían que viajar sin ver tierra. Y es en esos duros momentos donde hacía falta una buena técnica de geolocalización. Aparecen entonces los mapas y las referencias, para dividir la superficie de la Tierra en una inmensa rejilla que ayudara a trazar rumbos y marcar posiciones. 

Pero como somos así de raritos, cada país, cada región tomaba una referencia distinta, así que a cada mapa había que añadirle la cifra que lo hacía entendible para todos los demás. O sea, el punto de referencia que se había tomado para su desarrollo y el de los rumbos trazados.

Básicamente, cada punto de la Tierra viene definido por dos coordenadas: latitud y longitud. 

La latitud es cómo al norte o al sur se encuentra un punto del Ecuador. Para eso, están los paralelos (círculos imaginarios, de radio decreciente, que discurren paralelos al Ecuador entre éste y los polos). La forma de medir la latitud se conocía de antiguo, midiendo la altura de astros conocidos con elementos de ayuda fabricados por el hombre (sextantes, cuadrantes, octantes....). 

El problema venía al definir la longidud. O sea, la distancia al este o al oeste que se encontraba un punto de la Tierra, respecto a un meridiano (círculo imaginario perpendicular al Ecuador y que pasa por los polos, en los que se divide la Tierra) de referencia (hoy en día, el que pasa por Greenwich; podía haber sido el que pasa por Madrid, pero España perdió su oportunidad, en esto y en otras muchas cosas...).

Medir la longitud no era tan sencillo. Había que medir la diferencia horaria entre el punto de referencia y la localización del barco (porque esta dificultad aparece principalmente en las grandes travesías transoceánicas de los siglos pasados). Y la cosa no es baladí, porque los relojes, los cronómetros, tienen un error. Y si hay un error en la hora, hay un error en la posición. ¿Como de importante? Veamos.

Relooooj, no marques las horaaaaaaas


Supongamos que la circunferencia de la Tierra en el Ecuador es de 40.000 km. Y que tenemos 24 husos horarios de 15º cada uno. O sea, que cada hora supone aprox. 40.000 / 24 = 1.666,66 km (periódico puro). Y un minuto supone un error de 1.666,66 / 60 = 27,77 km. Y un segundo supone casi 500 m de desfase.

¿Cómo medir la diferencia horaria? Sencillo en principio, no tanto en la práctica: la hora local se mide por mera observación del sol. Pero para saber, en todo momento, la hora del punto de origen o de referencia, hay que tener un reloj que te la marque. Un reloj que soporte las penalidades del viaje (no despreciables en la época de la que hablamos) y que no atrase (aún más complicado). 

La Royal Navy británica convocó un concurso allá por el siglo XVIII a quien consiguiera determinar con exactitud (bueno, con un margen de error aceptable) la longitud. Y gracias a un tal John Harrison, inventor de varios cronómetros mecánicos (alguno de los cuales aún se puede ver en museos de la pérfida Albión), los barcos de Su Graciosa Majestad marinearon durante décadas con una gran ventaja tecnológica que convirtió a Inglaterra en dueña de un Imperio Global (el segundo, que nosotros fuimos los primeros...)


John Harrison, evidentemente


La inventiva del ser humano es, a veces, impresionante.

Por cierto, en esta entrada he empleado varias veces la palabra "hombre". Lo he hecho porque existe en castellano, y porque está generalmente aceptado su uso para referirse al género humano. Paso de correcciones políticas y de @ para dar idea de dos sexos. El castellano está para usarse, qué demonios.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Y su gloria renacerá

Hoy os traigo un relato escrito para el IX Certamen Teseo. En aquella ocasión rascó pocos puntos, la verdad, pero a mí me gustaba. De hecho, lo que aquí veréis es la versión ampliada, pues pasé de 500 palabras a unas 2.000. Pensaba que la historia merecía más extensión, clarificar algún punto, explicar algo más las motivaciones... sin cambiar la estructura básica del relato.

Una vez hecho esto, lo presenté a la IV edición del Ovelles Eléctriques, un certamen convocado en el blog del mismo título y que tiene un gran prestigio en el mundillo. 

Resultado: me comí los mocos.

Pero la cosa es que a mí me sigue gustando la historia, así que se la mandé al administrador de la página web de ociozero.com (muy recomendable, la tenéis en la lista de enlaces de interés, a la derecha del texto). 

Y su gloria renacerá es ciencia ficción como la que leía de chaval, cifi light, como se podría escribir en la década de los cuarenta o de los cincuenta del pasado siglo XX (salvando las distancias, claro). Cómo no, tiene giro final, que pretende ser sorprendente.

Espero que os guste.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Ya van doscientas

Número redondo, entrada especial.

Ya van algo más de tres años y medio escribiendo este blog, que empezó como algo personal y de poca difusión. Después de ese tiempo y doscientas entradas, sigue siendo de poca difusión pero ya no es tan personal. 

Este rinconcito de la WWW tiene siete seguidores con cara y ojos y algún que otro personaje que se pasa por aquí de vez en cuando, aunque no esté registrado. A todos, gracias.

Creo que el blog está estabilizado, tanto en frecuencia de entradas (una o dos a la semana; tres en momentos de locura) como en número de visitas (unas 250 al mes) y lejos de la pendiente negativa de la campana de Gauss. De momento, si las cosas siguen yendo como hasta ahora, le queda cuerda para rato. 

Pues nada, un click y sube el marcador.